Carmen Ollé ~ Todo Orgullo Humea la Noche


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Algunos poemas de Todo Orgullo Humea la Noche publicado por Lluvia Editores en 1988.

 

 

SUBURBIO

Aquélla, la más perversa nunca amó.

Se enredó en mis brazos entre sábanas. Sabia,

los pies hacia la puerta…

Irascible, su único defecto era su única virtud,

al placer amó más que al dinero,

a una cicatriz

que a un collar de perlas,

Yo que frecuento las tabernas cerca al mar

sé que ella piensa en Lautréamont

-nombre desconocido-

y en la melancolía de un atardecer gracioso

como un ojo vaciado.

 

AMOR Y ODIO

 

                                                                                   De joven fui generosa.

                                                                                   Llené mis arcas con codicia

                                                                                   y también las vacié.

 

 

EL GRITO

 

Para los que siempre pensaron que la mujer era un animal de cabellos largos debió parecerles que se había movido la montaña. Aquella sensación se repetía de un tiempo a esta parte provocada por la historia política del país. En cualquier circunstancia, el grito provenía de una garganta femenina. Sólo que esta vez no era cualquier garganta, sino la de una muchacha del pueblo, pequeña y cobriza.

Por eso mismo se distinguía de otras que poblaban la literatura, donde con una pincelada tenue los autores trataron de calcar su perfil insignificante, o a veces un matiz de perdición (y no de perversión), atenuado por toda clase de hipótesis sociológicas. Estas hipótesis justificaban el que no encarnaran a personajes de temperamento: una Karenina o una Bovary, por ejemplo.

Y ahora eran ellas las que tenían el sartén por el mango. Estaban en todas partes, por donde brotara una insurrección armada, en la costa o en la sierra, y hasta en lugares menos accesibles a la imaginación de los costeños, como los trópicos.

Las historias épicas se encargaban de ellas como de las descendientes de una antigua raza guerrera -la de los chanka o la de los wari-, y los diarios las difundían a su manera, generalmente satanizadas, como si estuvieran drogadas: sólo podían tener el valor de atreverse. Nadie penetraba más al fondo porque a nadie le estaba permitido.

Fue una mujer -señalaron con actitud- la que dirigió el comando de aniquilación, o la que disparó el tiro de gracia.

Una de ellas, la estudiante Edith, se había convertido en una figura legendaria. El día de su funeral la vieron en los periódicos cosida torpemente desde el pubis hasta el pecho donde la habían perforado con una bayoneta.

Su imagen no tenía nada que no tuvieran las otras muchachas, salvo la firmeza de su mirada acerada, todavía más pronunciada por sus pómulos altos y por sus cabellos lacios que caían despeinados, sin ser díscolos.

Esa noche, que algunos periodistas bautizaron como la noche de los cuchillos largos, y en la que la mayoría de la gente corría a cobijarse del peligro ante el televisor, estuvieron en la plaza Dos de Mayo. Un grupo relativamente grande, o relativamente pequeño -según como lo presentara el autor de la noticia- abucheó a los oradores de una asamblea organizada por un partido político. Y luego, horas más tarde, realizaron un mitin en el campus de una universidad. La bandera roja ondeaba en uno de los pabellones de ese centro de estudios.

Era una noche de color tabaco y sin luna, húmeda por la temprana aparición del invierno.

Los encapuchados lanzaban consignas vivando a la revolución ante los ojos de miles de televidentes. Afuera, una dotación considerable y armada hasta los dientes de las fuerzas policiales acordonaba el claustro.

De pronto, en medio de un silencio sepulcral en honor a sus compañeros caídos, se volvió a oír ese alarido seco que a todos les pareció haber escuchado antes. Un espíritu ebrio obligaba a la voz a tensarse como un arco hasta el máximo de sus posibilidades atravesando las montañas, esos cerros que observaban desde lejos como espumas gigantes.

Nadie vio el rostro de la lideresa, cubierto con pasamontaña, pero todos lo adivinaron.

Era el rostro igual a la voz. Y la ciudad crujió como un herido que se tambaleara a lo largo de un puente.

 

 

LINCE Y EL ÚLTIMO VERANO

 

Por donde vaya el mundo se atiborra de viejas y caducas obsesiones. Y los filósofos son tan aburridos como Kant.

Para no caer en la hipocondría en un país de hipocondríacos, averigüé una mañana el precio de un pasaje a un país lejano. Nada que ver. Alto y equivalente a meses de ahorro mezquino e inhumano, impracticable para alguien como yo deseosa siempre de algo que comprar: libros, dulces, juguetes para mi hija. Con los dedos atrofiados por el temible ácido de lavar destruí en el mejor estilo con mi máquina de escribir todas las imágenes simbólicas que me perseguían. Quería esconderme detrás de ellas pero nadie se esconde tan bien como en la música. Y las palabras que había utilizado no me ocultaban, más bien me demostraban como una botella hecha añicos en el parque. La noche era resistente a esos remordimientos, como la odiosa realidad onírica en la que se confunden -según el patrón freudiano- kilos de pollo y la violencia, los asaltos y la calle oscura. Lima sí, ella había llegado a un punto claro y decisivo: estábamos en la Edad Media, y la más oscura o temprana, sucia y maloliente, con salteadores de caminos y miles de bárbaros apareciendo alrededor del casco viejo de la ciudad. No podía negarse que en medio de todo este desbarajuste había una real atmósfera pornográfica y en ella había prensado como en plástico con mi máquina de escribir algunas imágenes consumibles, por lo cual creía que la sensualidad limeña era más vista que una boa que se arrastra a mis pies.

Entonces decidí partir y abandonar este drama pobre. Lanzarme a otra habitación era como lanzarse a los caminos. Inmediatamente apareció ante mi lo que es Lima, lo que es la pequeña burguesía limeña. Habitaciones que se alquilan a precios espantosamente elevados, para señoritas (solteras) que trabajen y no tengan hijos, o para caballeros y empresarios. En fin, yo sólo deseaba permanecer en una habitación y leer, leer sobre lo que se había lanzado a los caminos. Sin ser vagabunda, así lo imaginaba con ansiedad. Se trataba de desear cualquier cosa en el momento de cruzar el umbral, el viejo y decaído umbral de la casa paterna, a la que también había llegado el racionamiento, desde el papel higiénico hasta el pan. Llegué a sentir asco y miedo, dos sensaciones que van acompañadas en la sordidez.

Por fin alquilé una pequeña pieza de servicio, oscura y húmeda a un precio risible en casa de una solterona. Ante lo irremediable sólo acertamos a encender un cigarrillo.

Me río de las palabras que escribí una noche en mi cuartucho. A qué limites melodramáticos puede llegar el dolor, o lo que una cree que es un gran dolor. Por cierto, lo que escribo a mano siempre me resulta gracioso al día siguiente. ¿Por qué esa manía de relacionar el dolor con las florecillas o con los tallos enclenques? Como si así nos reflejáramos en ese instante: paisajes inermes y, adornándolo como un arreglo floral sobre una mesa vacía, nuestras figuras doblegadas por un viento huracanado. Lugares de un sol tórrido que atravesamos en un destartalado ómnibus. Pero las ciudades se han fundido, milagrosamente dejamos de visualizar las casas, los edificios, las quintas desvencijadas, las veredas inmundas y hasta los perros sarnosos de Lince. Se ha fundido nuestro infierno, la ciudad en que vivimos.

La vida tranza en la materia la forma que la contiene: flores, piedras, esculturas, paisajes. El dolor, como un bloque de hielo, sólido y tan moral como ellos, me esclaviza conforme a leyes del espíritu y en ese caso inspira nuestra compasión. Se precisa no tenerlo. No sufrir. No ser nada.

Me pregunto qué hay detrás de esos atardeceres de Lince, si hay algo tan intenso como la voluntad de huir en las personas. Entrar a una heladería un sábado por la tarde, juegan al fútbol en la calle, pasean, se recrean ante el televisor, comen un guargüero o toman un jugo de piña. No hay nada extraño en estas calles de Julio C. Tello, muchedumbre en la puerta de cine, vitrinas de café que exhiben apetitosas tortas. Muchachos y muchachas a la moda esperando que abran el pinbol. ¿Y a ti y a mí, que nos aguarda?

Fue como un golpe de gracia. El amor muere -y como el cisne, joven, no viejo-, sobre agua tranquila fluye hacia la nada que es la ausencia de la persona amada. Aguas estancadas. Sólo el mar propicia la verdadera pasión. Hacia él van amantes enlazados, al encuentro del verdadero fin del amor. Suicidarse juntos es declararse amor eterno.

Creo que el romanticismo tenía razón, como podía tenerlo Otelo. Desearía detenerlo a puntapiés, golpearle la cara, arañarlo, y sin embargo qué hace que no me mueva. Soy bárbara aún, incapaz de comprender lo que significa el amor ideal. Soy bárbara porque no comprendo que exista sin deseo. Mientras ardo de amor sé hacer feliz, pero soy bárbara y voluble, y cuando esta vivencia es fugaz me siento como ellos que aman en el momento en que tenían que amar y luego se lanzaban a las conquistas de otras tierras, atravesaban orillas, dominaban desde sus cabalgaduras. Así era el amor una noche bajo los ficus y casuarinas en un bosque de Lince.

Sólo que al día siguiente la mañana es tan apacible que todo se esfuma. La realidad se vuelve tan fugaz como esa polilla de verano que al perder sus alas se oculta en una bufanda de lana hasta que la pica.

Y empezamos ¿vale la pena? Qué escepticismo. Qué abulia. Y la bufanda que dejó de ser bella pero que insistimos en seguir enroscando al cuello durante el invierno. Así, lo que fue bello insiste en recordarnos su naturaleza.

De tanto perseguir una araña en la oscuridad abrí la suela de mis zapatos de verano. Quien escribe ha perdido la serenidad de sus noches, ha penetrado la madera de los muebles que la acompañan, las paredes grasientas de anteriores inquilino que cocinaron en esta pequeña pieza de tres por tres. Siempre la soledad como una compañera que no dejo de elogiar, pero que a veces repudio.

Mañanas imposibles porque nada las penetra. ¿O no hay nada que descubrir en las personas que vagan por el barrio? Me ven cargada de bolsas. ¿Adónde va? ¿De dónde viene? Y me asedian:¿puedo ayudarla?¿si hay algo que pueda hacer por usted?

¿Qué podrían hacer? Estoy sin remedio perdida por mi abulia, atino sólo a llevar algunas cosas, ropas, libros, almohadas, de un lugar a otro, y tengo la sensación de que me voy y regreso intempestivamente, y luego vuelvo a partir. Ambos lugares me expulsan, pero esa dejadez, infaltable en temperamentos depresivos, no me deja tomar decisiones pues también naufrago en el periódico mientras busco y descarto departamentos de alquiler, que no visito, por los que apenas si indago por teléfono. Pero qué ansiedad en el momento de salir y tomar un colectivo. Por desgracia, los amigos se hartan de mi y mi hipocondría. Ayer sentía que podía estar atacada por un mail incurable, hoy que ese mal me importa menos. Pero a partir de las seis de la tarde creo que cualquier enfermedad hace presa de mi voluntad. De noche mi cuerpo en presa del terror, me voy a la deriva sin moverme como si alguna estaca me hubiese clavado a esta ciudad. Veo las personas que me rodean claramente por el dinero, suspirando como arpías a a resguardo de todo lo que inspira compasión: la miseria, el hambre, las enfermedades, lo que está sucio u lo que es feo. Con el dinero todo es fácil de adquirir. Compra, compra, acumula.

Tengo idea de que ayer fue un día apasionado. Sólo por un momento. Luego las mismas imágenes volvieron a vulgarizar la vida. Cualquier vivencia es remota o tardía.

Caminaba por León Velarde a las seis de la tarde, una pantera iba delante de mí, con su paso pesado y volviendo a ratos la bella cabeza, el bello torso joven y corpulento, con sus lentes ahumados. Esa pantera iba dándome el ritmo de mi soledad ansiosa. Mis cortos pasos no llegaban a alcanzar su andar gatuno, era una espalda de bestia adorable como para una fiesta de final de estación veraniega. La pantera desaparece como se esfuma la sensación de envolverse en cualquier cuerpo por una hora como en un baño de luces.

Al subir a la quinta, los niños del portero, lamentablemente inmundos. Muñecas rotas y palos de escoba. Olor a orines. Una pared de madera añadida que niega el paisaje de las casa vecinas a los humildes inquilinos. La pared de madera por la que asoman las copas de los árboles, ramas de eucaliptos y las torres de unos edificios lejanos. Nada se ve, prohibido contemplar los hermosos jardines de las residencias aledañas, prohibido mirar. Sólo un retazo de cielo se les regala.

Llego a mi habitación. Sólo olores a agua empozada. Y la vecina del patio de abajo enciende su televisor. Hay una putita en el edificio. Así la reconocen los buenos inquilinos, ella sale a mi encuentro por el corredor antes de alcanzar mi cuartucho. Me mira incrédula cargando bolsas, de nuevo con mi almohada y mi lámpara de noche. Mi radio a transistores y dos libros: Miller y Colin Wilson, pero no soy vagabunda, no soy una vagabunda como ella. Esa pared de madera oscurece con pesar la quinta y prohibe mirar la belleza de Lince.

Lince puede ser bella, como Lince puede ser un animal crucificado por chiquillos perversos. En Lince concebí mis mayores ambiciones y recién ahora siento que debo dejarla, como el pasado está demasiado adherido a la piel hay que arrancarlo. Ahora que empiezo a ver el futuro como la proyección de una plaza desierta, o una larga avenida, o de hileras de montañas salpicadas de nubes, o de una espiral de viento que nos arrastra hacia otra ciudad y otros cariños. Deseo caminar entre ellos deleitándome con esas nubes que se desprenden como algodones de azúcar en una feria, soñar que esa espiral gigantesca me aproxima a las caricias de alguien tumbado en una deliciosa playa apacible. Poseer la ciudad desde una habitación elevada a través de una ventana que mira el tráfago del que estoy siendo protegida. Volviendo a soñar como en la infancia en panteras díscolas que se adormecen fieles a mis pies lamiéndome. Pensaré un instante en esos hombres y en esas mujeres que todavía se disputan por causas mezquinas y que corren atribulados por sus cortos salarios o por las frustraciones de sus diarias jornadas.

Así vagan las secretarias, las bibliotecarias, las empleaditas de Lince con una cita al mes junto a un engañador o un aguafiestas que desea sus cuerpitos pequeños, con corpiños, deseosos de lascivia. Y al que temen en el fondo de sus corazones, unidas como están a sus familias dominantes, a madres chantajistas, o a viejas solteronas solitarias que procuran su compañía a cambio de habitación y comida. Así anulan su juventud, su deseo de saltar como yo a ese panorama cálido de otro tiempo. Queridas, todo eso no vale la pena.

 

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