Rodrigo Olavarría ~ Cuaderno esclavo (fragmentos de polvo)


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Reunimos fragmentos del libro Cuaderno Esclavo (Hueders, 2017) de Rodrigo Olavarría donde el encuentro fortuito con el polvo acumulado sobre un disco lleva a su autor a pensar sobre la naturaleza de la memoria y el apego a la identidad.

 

i. 

El inmenso privilegio de cruzar la cordillera de Los Andes en avión una noche de luna llena.

 

ii. 

Cuando entré a mi casa, después de abrir las maletas y separar ropa, libros y regalos, me acerqué al tocadiscos y descubrí que lo dejé tres meses sin tapa, encendido y con el lado B del Some Girls de los Rolling Stones mirando hacia arriba. Supongo que el estar encendido produjo algún tipo de cualidad magnética en el disco porque está cubierto de polvo de una forma en que ningún otro objeto en mi casa lo está. Mi primera inten­ción fue limpiarlo y escucharlo, pero la geografía y la flora formada por esa gruesa capa de polvo me detuvieron. No quise ser el tipo de persona que irrumpe en un territorio, descubre un nuevo ecosistema y lo destruye solo porque no lo conoce.

 

iii.

Perder. Aprender a perder. De eso se trata viajar y tam­bién todo lo demás. Toda belleza nace condenada a desaparecer y ser olvidada, toda amistad y todo apego tiene el destino de enredarse hasta volverse irreconoci­ble. Digo esto porque en Brasil tuve que renunciar a la versión de Rô que se fue de Chile y aprender a ser amigo de su encarnación carioca. Ahora que estoy en Santiago y puedo verlo a la distancia, veo los efectos que los años de vivir solo han tenido en él. Quisiera que una de esas mu­jeres fantásticas que son sus amigas y a veces sus amantes lo pusieran por sobre los demás, que cerraran la puerta al devenir brasilero del sexo y el amor, y lo eligieran. Por qué. Porque, de alguna forma, creo que mi amigo desea eso y no quiero que la espera lo deforme y lo convierta en un cínico o, mejor dicho, en un cínico irreparable y menos encantador que el que es hoy.

iv.

Empecé a pensar en el tocadiscos y el disco polvoriento como en mi jardín personal. De hecho, encendí el equipo y lo dejé destapado para que acumule más polvo y prospere, para que sus estructuras desarrollen esas formas que insinúan. Ahora espero con ansias la llegada de visitas para presentarlo como mi jardín de invierno.

 

v.

Estoy sitiado por recuerdos lo-fi y recuerdos hi-fi, ence­rrado en el habla que me fuerza a recrear esta memoria, punto por punto. Lo que confiere realidad a un sentimien­to es su repetición y las palabras que lo constituyen, y esta recurrencia crea una necesidad que te convierte en inválido, en alguien que languidece y requiere su medici­na, una provisión de afecto, droga o sexo.

 

vi.

Este jardín de polvo es mi único recreo en este retiro a los cuarteles de invierno de la calle Carmen. En realidad, este jardín de polvo es una apacible forma de inmovilidad y renuncia.

 

vii.

En enero de 1920, Duchamp regresó a su estudio de Nue­va York tras pasar casi un año en París. Este estudio era su casa y también el lugar donde almacenaba sus ready-mades y la obra que resu­mía todo su trabajo, El gran vidrio. Tras depositar sus maletas en el suelo descubrió fascinado la gruesa capa de polvo que cubría todo y las infinitas estructuras en relieve que este había creado. En seguida, le encargó a Man Ray documentar la intervención del tiempo en su obra. Este realizó una fotografía de dos horas de exposi­ción de los relieves en la superficie de El gran vidrio y la tituló Criadero de polvo, la misma fotografía fue luego publicada en Littérature y retitulada como He aquí los dominios de Rrose Sélavy, fotografiados desde el aire por Man Ray.

 

viii.

Hoy no resistí y puse 10 veces seguidas “Beast of Burden” en el tocadiscos. Es la penúltima canción del lado B del Some Girls de los Rolling Stones. Al hacer esto abrí una brecha en el jardín de invierno, un atolón, una pequeña isla concéntrica en mis jardines palaciegos. Al tocar la canción una y otra vez empecé a pensar que el jardín de invierno era una imagen bastante obvia de la memoria, donde algunas pistas están enmohecidas y cubiertas de polvo, mientras otras están frescas por el solo hecho de estar sonando siempre. Quizás somos eso, discos con al­gunas pistas convenientemente empolvadas y una o dos repetidas hasta el cansancio.

 

ix.

Alguna vez pensé que podrían constituirme las ideas en que creía, pero ahora esa vanidad me entristece. Hoy estoy más cerca de creer que lo que lo me constituye es lo que he visto y lo que he olvidado. También las voces que cito en estos cuadernos, ideas que reúno para considerarlas todas juntas y a la vez. Temo a la vanidad, pero ejercito mi narcisismo palabra a palabra. Escribo sobre lo que me pasa, pero no tengo una preferencia por mí mismo. Exagero. Me prefiero a algunos.

 

x.

El sonido del disco de los Rolling Stones, enturbiado por el polvo en los surcos, se debe a una mecánica basada en frágiles medidas variables a las que es sensible la aguja del tocadiscos. De la misma forma, la memoria se ve afectada por el polvo que se deposita sobre nosotros, sobre nuestros actos y nuestros afectos. Este polvo oscurece los significados originales pero también hace posible la vida, porque queramos aceptarlo o no, una memoria prístina sería insoportable. Podemos suspirar aliviados, la memoria es análoga.

 

xi.

Hoy compré en oferta un disco que nunca pensé encontrar, Bright Flight de los Silver Jews. Esto significó la destrucción inmediata del jardín de invierno. Llegué a mi casa, le quité el polvo a Some Girls con un cepillo y escuché el lado B completo, partiendo con “Far Away Eyes” y acabando con “Shattered”. Luego puse el Bright Flight y me senté a ver el disco girar en el silencio que precede las dos notas de piano tras las cuales David Berman canta: “When God was young, he made the wind and the sun, and since then it’s been a slow education”. Hay un ligero optimismo en estas líneas, en el consuelo hallado en la certeza de que Dios está aprendiendo y en la madurez del hijo que entiende la falibilidad de su padre.

 

xii.

Quizás esta sea la forma de seguir adelante, abrir una brecha y avanzar por un carril distinto. Dejar de escuchar las mismas canciones. Destruir sin el escándalo de la destrucción. Aprender a perder y aprender a nadar.

 

 

Rodrigo Olavarría es autor del libro de poemas “La noche migratoria” (2005) y de las novelas “Alameda tras las rejas” (2010) y “Cuaderno esclavo” (2017). Como traductor ha publicado libros de Allen Ginsberg, Edgar Lee Masters, Eileen Myles, William Burroughs y Sam Shepard. También ha adaptado para el teatro obras de Tennessee Williams, Henry Miller, Nina Raines y Paula Vogel, entre otros.
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