Levantar un paraíso pintado entremedio de un infierno ~ Sobre las pinturas de Irma Sepúlveda

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por Sergio Soto Maulén

 

 

 

Cuéntame un chiste repetido y escribir hoy sobre pintura, ya sea en base a la pregunta  “por qué” es necesaria o “qué lugar” tiene la pintura contemporánea en la historia del arte y su propia tradición como categoría artística. De todas formas, un mal chiste no es. Personalmente me gusta. Suelo aprovecharme de él. Es que una de las formas más provechosas de escribir sobre pintura es establecer genealogías, no por las dependencias, sino para entender que la pintura es, además de un cuadro, un cuerpo de obras y estrategias compartidas atemporalmente. En este sentido, me anima y me inclino a pensar que la pintura no necesariamente se hace cargo de la relación entre un sujeto y el lienzo —o por lo menos no únicamente—, sino que en este intercambio material y afectivo, existe una voluntad por hacer visible todo lo que se comparte cuando le damos una imagen a nuestra realidad. Hay un texto de Enrique Lihn en la Revista CAL donde el autor ejercita esta transmisión de inquietudes. Yendo más allá del traspaso de estilos o de formas referenciadas en la manera de administrar las pinceladas. A mi, este ejercicio me parece muy útil.

 

La obra de Irma Sepúlveda pone atención a variadísimas temáticas, muchas de ellas dependientes de la tradición de la pintura. Por poner solo un ejemplo: el paisaje local. Pero dificilmente, podemos atribuirle a la artista una afanosa pretención por hacerse lugar en La Tradición pictórica. Justamente por eso me parece interesante estrechar estos lazos, aquellos posibles vínculos entre la pintura de paisajes de Irma Sepúlveda con la pintura de paisajes del último tiempo en Chile.

 

Hilando por ahí, algo que norma la producción de paisaje en Chile después de Antonio Smith, es la búsqueda de descubrir imágenes que puedan sostener la descripción de un territorio y, al mismo tiempo, las costumbres, historias, interpretaciones del entorno, tan poderosas que logran deformar la naturaleza. Porque está claro que, aunque tengamos un árbol al frente, difícilmente un pintor podrá ignorar el peso simbólico y afectivo de esa forma. Algo pasará, quizás con el color, la proporción, la densidad, no sé. Pero alguna decisión formal logrará hacer ese paisajista, para que ese árbol sea más que una forma vegetal.

 

Se cuela algo biográfico tanto en quien pinta como en quien escribe. En mi caso, el interés por estos temas llegan por el peso y liviandad de mi propia historia. Asuntos importantes en mi vida. Crecí en la ruralidad de la Región Metropolitana, lugar que no es ni tan campo ni tan ciudad. La comuna se llama Peñaflor. Por lo mismo nadie les presta atención. Me crié rodeado de una naturaleza muy precaria, pero intensa. Conozco bosques de media cuadra, y me he bañado en una parte (menos de 2 metros) del Mapocho donde el agua tiene el color del mar en una playa caribeña. En esta experiencia, —que probablemente mucha gente no santiaguina puede entender—, importa mucho la mirada y su administración. Es importante encuadrar un paisaje idílico en medio del caos. Atender a una mariposa posada en una piedra situada al borde de un río, al mismo tiempo que logras ignorar el basural que te persigue.

 

La obra de Irma Sepúlveda, adjuntada en imágenes al final del texto, tiene esa ceguera voluntaria, y esa obsesión por reformular el lenguaje del paisaje. No tiene pinturas “feas”, porque no las contamina con ningún proyecto o pretensión. Los lienzos están sueltos, no se detienen. Su pincelada no descansa. Podría dar la impresión de que falta algo, pero no, no falta nada y vive completa en su artificiosa dimensión. Es justa, necesaria, irrelevante, y por lo mismo, muy pertinente. Porque todos quienes atendemos a la naturaleza evitamos nombrarla, ya que vamos acumulando imágenes que luego repetiremos con gusto, para recordar ese momento infantil, donde las cosas y la vida fueron más perfectas que después.

 

Bueno, todo esto tenía que ver con comparar a Irma Sepúlveda con otros pintores como Aurora Mira, Magdalena Mira, Pablo Burchard, Adolfo Couve, Juan Francisco Gonzalez, Ignacio Gumucio o Natalia Babárovic. Asumo la culpa de no esforzarme en recordar más mujeres. Quizás si me tomara el trabajo de hacerlo, muchas cosas que creemos resueltas serían distintas. Por ahora no voy a inventar, ni dar falsas esperanzas. Ese proyecto necesita compromiso, hay que ser muy diestro, y tener un respaldo que permita reformular paradigmas complejos que van más allá de redactar una monografía. Y más allá de entender el género como un valor. Pero, como decía, si ubicamos a Irma Sepúlveda entre estos pintores, en realidad no tiene un lugar muy claro, porque en realidad se desplaza entre muchos estilos. Quizás esa es la relación entre arte y género, la indeterminación estilística producto de la insuficiencia de un marco teórico que solo atiende a hombres. Es que su pintura es muy liviana, aguada, precisa, inestable, hasta —en un buen sentido— indecisa. Me hace pensar que solo se puede ser una pintora “atrevida”, o sea interesante, cuando tienes la capacidad de dejar inconcluso un lienzo para no detenerte y perseguir los vacíos. Porque tienes la certeza de que no hay tal cosa como una pintura perfecta, sino que hay pedazos, partes, vacíos, o mejor, simplemente un detalle, que nunca nadie podrá olvidar.

 

Por eso no me atrevo a nombrar pinturas una por una, porque no existen de forma específica. Yo conozco a Irma. Y me consta que su interés va mucho más allá de pintar para contemplar un lienzo al final del día. Yo creo que tiene que ver con la poesía, o más específico, con la forma en que algunos leemos poesía. A pedazos, con disgusto, con aprecio, sin compromiso. Levantando la mirada, la cabeza entera, sosteniendo un libro, y como dijo Barthes: en ese momento, ser capaces de seguir leyendo, mirando una cosa, aún cuando tus ojos están atrapados en el cielo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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